La COP30 en Belém prometía algo distinto. Reunir al mundo en el corazón de la Amazonía era casi un grito de auxilio de la naturaleza: “miradme, estoy al límite”. Sin embargo, una vez más, hemos asistido al mismo patrón: grandes declaraciones, avances mínimos y la sensación amarga de otra oportunidad perdida en el momento climático más crítico.

Los compromisos anunciados suenan familiares: mantener vivo el 1,5, reforzar la adaptación y revisar el fondo de pérdidas y daños. Correcto, sí. Pero claramente insuficiente. El planeta no necesita más textos pulidos: necesita decisiones valientes, incómodas, incluso impopulares. Precisamente esas que nunca llegan al documento final.

Lo más preocupante es lo que se ha eliminado del texto: una referencia explícita a la salida de los combustibles fósiles. El punto más determinante para nuestro futuro es, otra vez, lo primero que desaparece. Y la razón es tan simple como frustrante: los grandes emisores han evitado compromisos reales. Algunos ni siquiera enviaron representación de alto nivel. Otros bloquearon cualquier avance en el lenguaje. ¿Cómo afrontar una crisis global si quienes más responsabilidad tienen eligen mirar hacia otro lado?

Treinta cumbres después, la sensación es de agotamiento. La ciudadanía no quiere más discursos brillantes ni promesas para 2050. Quiere cambios visibles, medibles y honestos. La diplomacia climática sigue atrapada entre equilibrios y matices mientras la realidad —sequías, incendios, migraciones, inflación alimentaria— se vuelve cada año más brutal.

Y aquí surge la pregunta esencial: ¿cuándo asumirá el sector empresarial su papel de forma seria? No desde el marketing, sino desde la estrategia. No desde la memoria de sostenibilidad, sino desde la cuenta de resultados. No desde el “compromiso”, sino desde la transformación real.

La transición solo será auténtica cuando las empresas entiendan que el propósito no es un adorno, sino un modelo económico completo. Crear valor social y ambiental no es filantropía: es competitividad. Liderar con propósito no es quedar bien: es sobrevivir en un mundo que cambia a una velocidad implacable.

La economía del propósito ya no es un ideal atractivo. Es la única hoja de ruta capaz de generar prosperidad en un planeta exhausto. Y la COP30, con todas sus carencias, debería recordarnos que el cambio no llegará solo desde arriba. Llegará de una sociedad movilizada, de ciudadanos que exigen, de empresas que actúan y de líderes que comprenden que no hay éxito económico sin impacto positivo real.

Belém nos deja un mensaje claro: la urgencia es absoluta. No podemos seguir en la retórica. Cada año perdido nos acerca al punto de no retorno. Es momento de que gobiernos, empresas, inversores y ciudadanos decidan en qué lado de la historia quieren estar.

El planeta ya ha hablado. Y nosotros ya no tenemos excusas.