Siempre me ha indignado comprobar cómo demasiadas personas acceden a los puestos de máxima responsabilidad en empresas y, sobre todo, en política, no por su capacidad o méritos, sino por sus contactos, apellidos o pactos bajo la mesa. Este fenómeno, tristemente habitual, no es solo una vergüenza: es uno de los grandes cánceres de cualquier sociedad que aspire a avanzar.

En los consejos de administración de grandes compañías y en los escaños del poder político, el nepotismo se ha vuelto la norma encubierta. Hijos, amigos, parejas y socios se colocan en posiciones estratégicas sin haber demostrado nada. En el caso de la política, el asunto es aún más grave: estamos permitiendo que la toma de decisiones públicas esté en manos de personas que no han demostrado ni visión, ni preparación, ni ética, y cuya única virtud es haber sido fieles a una sigla o a un padrino.

Lo mismo ocurre en muchas empresas, donde el liderazgo se construye a base de favores, cenas exclusivas, apellidos influyentes o contaminación política. En lugar de cultivar el talento y la competencia, se promueve una élite endogámica que bloquea el progreso de los más capaces y éticos.

¿El resultado? Organizaciones ineficaces, equipos desmotivados, políticas mediocres y una ciudadanía cada vez más frustrada.

La violencia estructural del nepotismo

Esta práctica tóxica no solo perpetúa desigualdades: corroe la cultura interna de cualquier organización. Coloca en roles clave a personas sin preparación, genera decisiones mediocres y aplasta a quienes sí tienen talento, compromiso y visión. Es una forma sutil —pero muy real— de violencia estructural: se margina al mejor para premiar al leal.

El mensaje que se lanza es demoledor: no importa cuánto te esfuerces, si no formas parte del club, no tienes futuro. Lamentablemente, lo he vivido demasiadas veces en mis propias carnes.

La política, la gran fábrica del anti-mérito

En política, el nepotismo adquiere formas aún más perversas: listas cerradas, dedazos, cargos por cuota interna o pago de favores. Lo hemos normalizado tanto que ya ni escandaliza. Pero esta degeneración nos cuesta mucho: políticas públicas mediocres, falta de liderazgo con visión de futuro, decisiones ineficaces y una creciente desafección ciudadana.

No se trata solo de un problema ético, sino de uno profundamente funcional: el país no avanza porque quienes lo dirigen no están ahí por ser los mejores.

Corporaciones que perpetúan élites

En el mundo empresarial ocurre lo mismo: altos cargos que no pisan la calle, que no conocen a su equipo, que han heredado el puesto o lo han conseguido a base de relaciones, no de resultados, o peor aún, por decisión política.

Las grandes corporaciones, muchas de ellas supuestamente líderes en innovación, siguen alimentando redes de poder cerradas donde el apellido o el partido político pesan más que el talento. La falta de diversidad, pensamiento crítico y renovación real es el precio que pagamos todos: productos mediocres, decisiones cortoplacistas y estructuras que se tambalean con cada crisis.

Además, proliferan empresas “sin alma”, orientadas exclusivamente a resultados a corto plazo, que esquilman el planeta y alimentan la desigualdad social.

La meritocracia no es una utopía, es una necesidad

Frente a esto, hay que levantar la voz y defender una meritocracia real: aquella que promueve a los más preparados, que recompensa el esfuerzo, la innovación y la integridad. Que permite el progreso de los más vulnerables, sin discriminar por raza, sexo o procedencia.

No se trata de crear una élite tecnocrática, sino de poner el foco en el mérito, no en las relaciones. Una sociedad que quiere prosperar no puede permitirse seguir desperdiciando su mejor talento. Debe defender a toda costa una justicia social igual para todos.

Necesitamos instituciones políticas y empresariales que integren procesos transparentes de selección, evaluación y promoción. Y sobre todo, necesitamos propósito. Un propósito orientado a resolver los grandes retos sociales y medioambientales, por encima del enriquecimiento a corto plazo.

La educación, la experiencia, la ética, los valores y los resultados deben volver a ser los pilares del progreso profesional. Que los hijos de nadie tengan las mismas oportunidades que los herederos de siempre. Que la política deje de ser un club de amigos sin preparación ni vocación social.

O cambiamos el sistema, o el sistema nos hunde

El mundo está en una encrucijada. O apostamos decididamente por la cultura del mérito, o seguiremos atrapados en un bucle de mediocridad, polarización e ineficiencia.

Vamos hacia un mundo cada vez más injusto, con más poder y dinero para menos personas, mientras la mayoría no progresa. Todo ello mientras permitimos que el planeta siga degradándose y pongamos en riesgo la vida de las futuras generaciones.

Lo anormal se ha normalizado. Y eso es inaceptable.

La lucha por una nueva ética pública y empresarial

Hoy más que nunca necesitamos líderes valientes. Personas que no teman incomodar, que levanten la voz contra estas prácticas, que exijan reformas reales. Que luchen por una sociedad justa y equitativa. Que denuncien la corrupción y prioricen el bienestar general sobre el individualismo.

No podemos resignarnos a que la política siga siendo el refugio de quienes no podrían destacar en ningún otro lugar. Ni a que las empresas sigan siendo clubs cerrados donde el mérito es lo último que importa.

No se trata de ideologías, sino de principios. Y uno de los más fundamentales es que el futuro debe construirse con quienes tienen el talento y la voluntad de hacerlo posible. No con los que simplemente conocen a la persona adecuada.

Seguiré luchando por una economía del propósito, que vele por la justicia social y la regeneración medioambiental, liderada por personas —en lo público y en lo privado— preparadas, trabajadoras, éticas y con valores.