Desde que España recuperó la democracia en 1978, la esperanza de un país más justo, moderno y transparente se ha visto golpeada una y otra vez por la sombra alargada de la corrupción. Pero no hablamos de una corrupción ocasional o anecdótica, sino de una corrupción sistémica, profundamente arraigada en la relación entre el poder político y el mundo empresarial, especialmente en los sectores de infraestructuras y construcción.

Desde Marbella hasta Madrid, desde Andalucía hasta Cataluña, durante más de cuatro décadas se han repetido los mismos patrones: recalificaciones urbanísticas a medida, adjudicaciones públicas plagadas de irregularidades, mordidas del 3 %, comisiones millonarias camufladas en contratos, licitaciones amañadas, y una red clientelar que ha convertido el urbanismo y la obra pública en un campo de cultivo perfecto para el saqueo legalizado.

De la democracia a la zanja: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Casos como Malaya, Púnica, ERE, el caso Pujol o el reciente escándalo Cerdán/Koldo muestran un sistema donde el dinero público no se gestiona en función del bien común, sino del beneficio de unos pocos. A menudo, políticos que deberían servir a la ciudadanía han sido cómplices —cuando no protagonistas— de tramas con empresarios despiadados que han visto en la construcción pública una fuente constante de rentabilidad garantizada a golpe de comisiones.

Las cifras son abrumadoras: solo el caso ERE supuso más de 600 millones de euros malversados. Las comisiones del 3 % o del 5 % por adjudicación se asumían con tal naturalidad que formaban parte del presupuesto. Y aún más grave: solo el 7 % de los contratos públicos se inspeccionan en España, según datos de 2025.

No es un problema técnico, es una enfermedad moral

El problema no es sólo legal. Es ético. Es cultural. Es político. Y es económico.

Porque la raíz del problema no es exclusivamente la existencia de una clase política corrupta, sino un modelo económico basado en cuánto se gana, no en cómo se gana. Un modelo donde el beneficio económico justifica cualquier medio. Un modelo en el que la rendición de cuentas se queda en un gesto cosmético, y donde las empresas adjudicatarias pueden seguir operando tras haber financiado tramas ilegales.

El capitalismo sin propósito ha convertido demasiadas veces el desarrollo urbano en un juego de poder y codicia. En lugar de construir ciudades sostenibles, hemos construido relaciones insostenibles entre lo público y lo privado.

Una economía del propósito: el único camino posible

Frente a esta situación, urge levantar una economía del propósito, en la que la clave no sea únicamente la rentabilidad, sino la integridad del proceso económico.

Ya no basta con saber cuánto gana una empresa. La verdadera pregunta que deberíamos hacernos como sociedad es: ¿cómo gana ese dinero? ¿A costa de qué? ¿Con qué valores?

La introducción de criterios éticos, sociales y ambientales en la adjudicación de contratos, la transparencia radical en las licitaciones públicas, el control ciudadano de los fondos públicos y la rendición de cuentas real son mecanismos imprescindibles.

La Unión Europea, con sus fondos Next Generation, ha dado algunas señales en esa dirección. Pero es responsabilidad de los Estados —y de la ciudadanía— asegurar que ese dinero no termine alimentando las mismas redes clientelares de siempre.

Regeneración política: más que cambiar caras, hay que cambiar culturas

La regeneración no es cambiar un partido por otro. No es cambiar a unos corruptos por otros. Es cambiar la cultura política desde dentro. Es construir instituciones donde el servicio público no sea una vía rápida hacia el enriquecimiento personal, sino un compromiso radical con el bien común.

España necesita con urgencia mecanismos sólidos e independientes de vigilancia, agencias de integridad con poder real, sanciones ejemplares a empresas que participan en redes corruptas y una educación política que prepare a los futuros dirigentes en valores democráticos, no en técnicas de supervivencia institucional.

Un nuevo contrato social basado en el cómo

La economía del futuro será ética o no será. O la economía se reestructura en torno a los valores del propósito —donde se mida el impacto positivo de cada euro público invertido—, o seguiremos cavando zanjas físicas y morales que nos alejan de una sociedad verdaderamente justa.

No se trata solo de denunciar. Se trata de exigir. Exigir como ciudadanía una economía más transparente, una política más valiente y unas empresas más responsables. Porque cada zanja que se abre por codicia es una cicatriz en el futuro que dejamos a las próximas generaciones.

Es hora de que el cómo importe más que el cuánto.