Me encanta pagar impuestos

(y por eso exijo un sistema justo, sin corrupción, eficiente y con propósito)

Parece una paradoja: ¿quién puede decir que le gusta pagar impuestos? Pues yo lo digo sin ironías ni medias tintas: me encanta pagar impuestos. Porque sé que, detrás de cada euro que aporto, hay un compromiso con lo colectivo, con un país que se sostiene y crece gracias a ese esfuerzo compartido.

Los impuestos son el pegamento invisible que mantiene unida a una sociedad. Son la forma más concreta de contribuir al bien común. Gracias a ellos tenemos escuelas que educan, hospitales que salvan vidas, carreteras que conectan, seguridad que protege y cultura que enriquece. Son el mecanismo por el que una comunidad organizada dice: “Aquí nadie queda atrás”.

Pagar impuestos es creer en lo colectivo

Para mí, pagar impuestos es un acto de fe en el poder de lo colectivo. Es una forma de decir que no quiero vivir en un país donde solo quienes tienen dinero acceden a oportunidades. Es asumir una responsabilidad activa, no solo como ciudadano, sino como empresario, padre y miembro comprometido de una sociedad que aspira a ser más justa y equitativa.

Lo que no soporto

Sin embargo, lo que me indigna profundamente es ver cómo muchas personas, y sobre todo empresas, hacen malabares fiscales para evitar aportar su parte justa. Crean estructuras opacas, triangulan beneficios, inventan fundaciones de cartón piedra o deslocalizan sociedades con un único objetivo: no pagar impuestos donde generan valor real.

Y, paradójicamente, esas mismas entidades reclaman servicios públicos de calidad, seguridad jurídica, infraestructuras de primer nivel, talento formado con dinero público y estabilidad institucional… pero insisten en que “eso lo paguen otros”. Esta lógica es insostenible, inmoral y profundamente desleal con quienes sí cumplimos.

Pero no me conformo

Pagar impuestos con responsabilidad no significa aplaudir la gestión actual. Me duele ver cómo gran parte del dinero público se diluye en burocracia, duplicidades, organismos que no rinden cuentas, contratos opacos y redes clientelares alejadas del interés general. Y ni hablar de la corrupción y el mal uso del poder, que generan un rechazo legítimo y necesario.

No podemos seguir aceptando que el esfuerzo fiscal de millones quede atrapado en un sistema político y administrativo sobredimensionado, corrupto, desprofesionalizado y desconectado de la realidad.

¿La salida? La economía del propósito

La solución no está solo en recaudar más o menos, sino en replantear para qué usamos los recursos colectivos. Creo en una visión de país donde el sector público se renueve desde la ética, la eficiencia y la tecnología, y donde el capital privado ponga alma a su rentabilidad, orientando su actividad hacia el impacto social y medioambiental positivo.

Este es el camino: una economía del propósito que combine lo mejor de ambos mundos para transformar la sociedad.

Algunas ideas para empezar

  • Incentivos fiscales reales y significativos para empresas y personas que generen impacto social y ambiental positivo y medible.

  • Simplificación radical del sistema fiscal y administrativo, con tecnología, datos abiertos y menos burocracia.

  • Fin del aforamiento y privilegios políticos injustificables.

  • Formación específica y experiencia real en el sector privado para cargos públicos.

  • Evaluación constante de políticas públicas basada en indicadores de impacto, no solo en el gasto.

Pagar impuestos es de ciudadanos conscientes

No quiero pagar menos, quiero pagar con la tranquilidad de que mi esfuerzo tiene sentido, que sirve para transformar, para construir un futuro compartido.

Por eso defiendo no solo una fiscalidad justa, sino una nueva forma de entender el capitalismo, el rol del Estado y la responsabilidad colectiva. Porque lo verdaderamente revolucionario hoy no es evadir, sino contribuir con orgullo, exigir ética y construir desde el propósito.

Renovar el modelo impositivo y el liderazgo público no es solo una necesidad: es la urgencia que define nuestro tiempo.