Cada año se repite la misma escena: carteles negros, descuentos agresivos, colas interminables y un frenesí que parece diseñado para evitar cualquier pensamiento crítico. El Black Friday, nacido en Estados Unidos como una estrategia comercial posterior a Acción de Gracias, se ha convertido en un símbolo evidente de un modelo económico que exprime al planeta mientras impulsa un consumo tan impulsivo como vacío.

Lo que empezó como un día de ofertas se ha transformado en una temporada completa de compra compulsiva. Y casi nadie se pregunta por qué seguimos celebrando este ritual.

De un “viernes negro” al mayor espectáculo del derroche

El término surgió en los años 60, cuando la policía de Filadelfia habló de “viernes negro” para describir el caos en las calles. El marketing hizo el resto. Convirtió un problema en un supuesto hito económico: el día en que los comercios pasan de números rojos a negros.

Hoy, en pleno colapso climático, esta fiesta del derroche roza la obscenidad.

Cada compra tiene una huella: extracción descontrolada de materias primas, fábricas alimentadas por energías sucias, explotación laboral, océanos saturados de plástico, envíos urgentes que disparan emisiones y devoluciones que terminan en vertederos. Aun así, cada noviembre repetimos el patrón.

La paradoja global: exceso aquí, supervivencia allí

La incoherencia se agrava si recordamos que este frenesí consumista ocurre mientras la mitad del planeta lucha por sobrevivir. Más de 700 millones de personas viven en pobreza extrema. Más de 2.000 millones no tienen acceso estable a alimentación. Y mientras tanto, en el primer mundo peleamos por un televisor rebajado o un gadget prescindible.

El reciente fracaso de la COP30, lleno de discursos solemnes pero sin compromisos reales, subraya esta contradicción. Los países más contaminantes siguen evitando decidir y transformar. Otra cumbre que acaba en aplausos vacíos y un agotamiento creciente.

La brecha entre lo que decimos y lo que hacemos no deja de abrirse.

Cuando las empresas con “propósito” también caen en la trampa

A esta incoherencia se suma otra igual de evidente: muchas empresas que presumen de impacto positivo, sostenibilidad ejemplar y propósito elevado participan en el Black Friday sin pestañear.

Banderas verdes, memorias ESG, discursos emotivos… pero cuando toca demostrar coherencia, se lanzan al mismo frenesí de descuentos masivos y estímulos compulsivos. Es en estas fechas donde se retratan: propósito de lunes a jueves, consumismo agresivo el viernes.

No se trata de no consumir. Se trata de consumir mejor.

La solución no es demonizar el consumo, sino repensarlo. Comprar menos y mejor. Elegir productos duraderos, trazables y fabricados con criterios sociales y ambientales. Apostar por empresas que integran el propósito más allá de sus márgenes.

Convertir cada compra en un acto consciente.

Quizá el Black Friday tenga que evolucionar hacia un Green Friday real: un día para reparar, reutilizar, donar, apoyar negocios locales y marcas responsables. Un día para demostrar que el progreso no se mide en bolsas llenas, sino en decisiones que construyen un futuro viable.

La economía del propósito es la única salida

La economía del propósito no es una tendencia pasajera. Es la única vía realista. Y empieza por cuestionar estas campañas, denunciar la incoherencia de quienes predican sostenibilidad pero actúan en sentido contrario y exigir a empresas y gobiernos que abandonen un modelo de consumo que ya no se sostiene.

El planeta no tiene rebajas. Y el tiempo de mirar hacia otro lado se ha terminado.